“En una relación de intimidad, uno no tiene que
esconderse, ni jugar a las máscaras, sino que puede mostrarse ante el otro tal
como es, sabiendo que va a ser acogido en su ser más profundo, en su esencia. En
la intimidad, la protección del falso self no es necesaria porque sabemos que
la otra persona conoce nuestro sí mismo verdadero, lo acepta, no necesita que
cambie, y, desde ahí, es posible descansar pues dejan de ser necesarias las
estrategias para complacer y gustar.
La experiencia de la intimidad tiene que ver de
alguna manera, con la aceptación incondicional y de ahí deriva su poder. Es difícil
acercarse a ella cuando uno siente vergüenza de ser y está profundamente
convencido de que el amor no es para él, que no es una persona digna de ser
amada. En esta situación, que proviene de una situación infantil de rechazo, la
intimidad es un riesgo que no siempre se puede afrontar.
También lo es cuando
la experiencia de intimidad ha quedado asociada a un dolor profundo, como
ocurre en situaciones en las que ha habido un abandono por muerte o abandono de
la relación. Entonces, si la persona decide no volver a sufrir ese dolor,
tratará de evitar la intimidad, como si con ello pudiera evitar el dolor del
amor o de la pérdida. (…)
Y sin embargo, se anhela esa intimidad de la que
uno se protege. Esta es una de las contradicciones con la que nos enfrentamos
los humanos. Deseamos amar, necesitamos entregarnos, liberarnos de la falsedad
que nos defiende y, al mismo tiempo, tememos profundamente el dolor que puede
derivar de la frustración de la entrega no correspondida”.
-Carmen Durán / “Amor y dolor en la pareja” Ed.
Kairos
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