“Desde que en los años setenta en Cataluña
empezaron a proliferar las macrogranjas porcinas, he visitado varios de esos
negocios. Es difícil definirlos, pero uno los identifica en cuanto los ve. Y
tarda en olvidarlos.
Una sola visita (nunca
fácil, porque se prefiere manejar estos asuntos con discreción) basta para
tomar conciencia de la realidad. Basta con asistir un rato al espectáculo de la
tortura de la luz eléctrica ininterrumpida, del hacinamiento, de las
infecciones recurrentes, de los quejidos, de la vida malvivida en una agonía de
mierda y sangre. Basta con preguntar un poco a los vecinos de la zona para
averiguar con qué facilidad la ponzoña de estos negocios se extiende por los
alrededores, contaminando el agua y la tierra.
Otra cosa que me
parece importante: muchos de los empleados de estos Mauthausen (disculpen la
inapropiada comparación, es un simple recurso expresivo) acaban
embruteciéndose. ¿Cómo no degradarse en ese ambiente? Su amargura desemboca en
malos tratos adicionales sobre las pobres bestias. Lo esencial, en último
extremo, es que esos lugares nos embrutecen a todos. Cuantos más pliegues
oscuros esconde nuestra sociedad, cuantos más rincones preferimos no mirar
porque preferimos no saber, más enfermos estamos.
El ministro de
Consumo, Alberto Garzón, destaca por su torpeza en un Gobierno de nivel
mediocre tirando a bajo. El hombre es patoso, resulta evidente. Tiende a meter
la pata, sin embargo, en los charcos correctos. A mí me parece bien que Garzón,
por la vía errónea, haya avivado el debate sobre esas macrogranjas que pueden
ser legales (cuentan con buenos abogados y músculo financiero), pero que no
son, digan lo que digan voceros del propio Gobierno o de la oposición,
inexistentes”.
-Enric González
-------------------------