domingo, 5 de febrero de 2012

DEDICADO A PAULA CORONAS

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El anochecer en las calles de Viena era hostil con los viandantes. El invierno estaba en su apogeo, pero su poder gélido se detenía ante el esplendido auditorio de la Staatsoper. Un gran pianista húngaro llamado Liszt Ferençz al que Europa entera aclamaba daba un concierto esa noche y yo, en un permiso de convalecencia por la herida recibida en el frente durante la dura campaña franco-prusiana, tuve la fortuna de conseguir que la baronesa de Nachbarschaft-Neuer me concediera el privilegio de su compañía a espaldas de su marido, un detalle menor que no me impedía disfrutar de la presencia y los favores de aquella mujer, un libidinoso ángel maduro y bellísimo que se sentaba esplendente a mi lado.

Durante el emocionante recital de Liszt, no pude evitar el recuerdo de los camaradas del Regimiento que seguían combatiendo allá lejos entre el barro y el frío. Entretanto, en aquel escenario magnífico en el que me encontraba, el olor a la parafina de las grandes lámparas mezclado con los perfumes de aquellas damas de rostros impenetrables aderezaba cálidamente la audición.

Unas veces fingiendo distender el rígido cuello del uniforme de oficial, o recolocar con cierto histrionismo mi brazo herido, miraba el perfil de la baronesa y mi corazón bajo las condecoraciones añadía su propia percusión a los feroces acordes de aquel gigante del piano, con su blanca melena balanceándose a ambos lados de la cara, que parecía volar imparable, sublime, sagrado, arrastrando tras de sí la máxima atención de los centenares de asistentes que se dejaban arrebatar sus almas por la música del apasionado compositor...



-S.P.


(En la imagen la Staatsoper de Viena)

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