Les escribo, queridos señores, para matar el hambre de
madrugada. Sí. Tengo 41 años. Estoy en esa franja de edad invisible para
ustedes. Por alguna oscura razón, a pesar de sus leyes y Constituciones,
sobrevivo gracias al arroz blanco, al amor materno y a la amistad. También por
pequeños trabajos en eso que ustedes llaman “economía sumergida”.
A mí difícilmente me verán llorando por televisión porque
no tengo hijos ni suficiente valentía para hacerlo. Pero sí tengo a veces
hambre, insomnio y horror de pedir lo que, para mí, constituye un derecho
sagrado en toda democracia que se precie: comida. Son ustedes poco dignos,
caballeros. Cuando regresen a Europa para hablar de macroeconomía, piensen dos
veces antes de decir que España ha hecho los deberes. Esta carta se escribe
para engañar el estómago, recuérdenlo. Esta carta es el saldo pendiente de una
ciudadana a la que se le está agotando el arroz y la paciencia. No sonrían
tanto, queridos dignatarios, porque son los abuelos quienes apuntalan el país
con sus pensiones y ayudan a que no se desplome; no son ustedes. Son indignos
de una España llena de gente fuerte y agradecida a pesar del abandono y la
corrupción. Con el hambre ya cargamos unos pocos. Tengan ustedes la decencia,
al menos, de cargar con la vergüenza para hacernos el peso algo más llevadero.
— Elisa Mollá Saval en EL PAÍS
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