viernes, 2 de diciembre de 2011

VIERNES POR LA NOCHE



Tengo una moneda, romana creo, oscurecida, desgastada, deforme. No recuerdo ni quien me la dio ni cuando entró en ese inventario de pequeñas tonterías que uno arrastra consigo a lo largo de la vida. Algo así como un barquero que llevara estos objetos en travesías de cuarenta, setenta, noventa o cien años de duración.
En su cara tiene una figura de perfil que parece responder a un joven con las sienes ceñidas por una corona de laurel o similar que no se ve bien, pues la moneda, irregular en su forma circular, tiene unas excrecencias en su superficie que impiden apreciarlo claramente. Es muy posible que se deban a gotas de metal fundido dejadas allí por un no muy puntilloso manipulador dado, con seguridad, el ínfimo valor del efectivo. En la cruz no se distingue nada ya. El roce de manos y dedos, más las incontables vicisitudes durante generaciones han ido borrando todos los detalles.

En todas las ocasiones en que nos hemos tropezado en diversos cajones, cajas, cofrecitos o mudanzas me da el mismo golpecito leve en la boca del estómago, un suavísimo vértigo al asomarme a ese diminuto balcón del tiempo que la moneda representa para mí. Ella, tan inocente y tan culpable a la vez, me recuerda que moriré y que alguien la encontrará entre mis cosas y se la guardará. Yo volveré a la tierra tragado por el tiempo, uno más entre los millones de seres que han tenido la limitada suerte de la vida en la lotería celular del vientre materno. Mientras, ella, imperfecta y caducada hace milenios, seguirá impávida su frío viaje de metal hacia el futuro.



-S.P.





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