Edward Gibbon (en la imagen) era un ilustrado
vividor y erudito del siglo XVIII. Fue él, en el volumen segundo de su inmensa
Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano —inmensa por la extensión,
por la erudición histórica, por la fuerza narrativa, por la claridad y la
ironía del estilo—, quien aplicó por primera vez el método de la indagación
racional a un enigma que para los creyentes en la fe cristiana era un milagro
de la divina providencia: cómo había sido posible que una secta marginal de
seguidores de un agitador galileo se convirtiera en el espacio de poco más de tres
siglos en la religión oficial del Imperio de Roma, condenando primero a la
ilegalidad y luego a la irrelevancia a los seguidores de todos los demás
cultos, y eliminando tradiciones religiosas y expresiones rituales y culturales
que se habían mantenido firmes durante casi un milenio. No es una curiosidad
arqueológica: casi nada de la historia de los últimos 15 siglos y del mundo
presente sería como es si no hubiera sucedido aquel vuelco lejano.
La religión de los pobres, las mujeres y los
esclavos era ahora la de los poderosos; los postergados se alzaban con la
dominación; los perseguidos de otro tiempo se convertían rápidamente en
perseguidores. El triunfo del cristianismo provocó, entre otras cosas, dice el
profesor Bart D. Ehrman, “la destrucción de obras de arte en una escala nunca
vista hasta entonces en la historia humana”. Soldados y fanáticos religiosos
asistidos por bandas de monjes asaltaban templos paganos, se esforzaban a veces
sin éxito en arruinar sus muros y columnatas formidables, derribaban las
estatuas de los dioses, les rompían a martillazos las narices, las orejas, los
genitales para demostrar que no eran seres divinos sino bloques de piedra o
metal, robaban o destruían los objetos litúrgicos, alzaban grandes hogueras,
con una saña agotadora que a Ehrman le recuerda a los yihadistas del ISIS
destruyendo los yacimientos arqueológicos en Irak y en Siria.
-A. Muñoz Molina en Babelia
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