La enorme máquina excavadora bramaba lanzando humo negro a los calores del verano en aquel pequeño
pueblo de la sierra. A pesar de los obstáculos, los vecinos habían logrado que se abriera la fosa común con fusilados en
la guerra civil. Un numeroso grupo de habitantes, ancianos mayormente, vigilaba
expectante la operación. A uno de ellos, en el secreto del pensamiento, le
venía la imagen de aquel amanecer en que le dieron el “paseo” a los diez
desgraciados que iban a matar y que ahora descansaban amasados con la madre
tierra. Él era el más joven del pelotón. Debían ejecutar la
sentencia de un juez militar que no necesitó ni cinco minutos para firmar los veredictos
de culpabilidad.
Nadie en el pueblo lo sabía. Se había instalado en él
al jubilarse tras una bien retribuida carrera de alto cargo en el Ministerio de Gobernación.
Recordaba demasiado perfectamente aquella mañana en la que por efecto del café que les prepararon tuvo que meterse en las letrinas urgentemente y las suelas de cáñamo de sus alpargatas quedaron empapadas de líquidos malolientes. Durante el tiempo que el oficial leía la sentencia y el cura hacía sus inútiles rituales, él miraba y remiraba las botas y zapatos de los reos intentando averiguar cuál le quedaría más o menos bien. Después del tiro de gracia que repartiría posteriormente aquel oficial que estaba siempre borracho, quitarle el calzado y ponerse, aun calientes, algo seco en los pies antes del enterramiento.
Recordaba demasiado perfectamente aquella mañana en la que por efecto del café que les prepararon tuvo que meterse en las letrinas urgentemente y las suelas de cáñamo de sus alpargatas quedaron empapadas de líquidos malolientes. Durante el tiempo que el oficial leía la sentencia y el cura hacía sus inútiles rituales, él miraba y remiraba las botas y zapatos de los reos intentando averiguar cuál le quedaría más o menos bien. Después del tiro de gracia que repartiría posteriormente aquel oficial que estaba siempre borracho, quitarle el calzado y ponerse, aun calientes, algo seco en los pies antes del enterramiento.
Necesitaba llorar y lloró, sinceramente, mientras
los vecinos lo miraban pensando que allí, entre los viejos y resecos huesos
maridados con la tierra roja, habría algún pariente del atildado anciano. Lo
que no sabían era que aquel hombre solitario había ido averiguando poco a poco quienes
eran los familiares del cadáver al que despojó de los zapatos y ya en su
testamento había dispuesto que tras su muerte, su casa y sus sustanciosos
ahorros fuesen para ellos a modo de ansiada y necesaria expiación.
-S.P.
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