Recuerdo una mañana de invierno allá en los años 70. Yo
pertenecía a una Compañía de Operaciones Espaciales acantonada en Ronda. En su rutina cuartelera, cuando no estábamos de maniobras
o en el campo, tras una extenuante carrera nada más levantarte, lloviese o nevara,
un magro desayuno y salida a paso ligero hacia una explanada que servía de
campo de fútbol, rugby o para la instrucción de combate. ¡Centenares de
veces he besado su suelo rojizo y polvoriento...! En aquel erial había manchones de maleza fuera
del torturante circuito al que dábamos vueltas y vueltas al trote, con las
rodillas bien altas y el viejo e indestructible mosquetón Mauser de 7,92 alzado
por delante. En determinadas ocasiones, un toque de silbato actuaba como
fulminante orden de dispersión y cuerpo a tierra con el arma encarada, formando
un gran círculo disuasorio de negros cañones apuntando en abanico. Otra pitada
y, a la carrera, se recomponía la sección en silencio, volviendo a oírse de
inmediato el trám tram, trám tram de los cuarenta pares de botas machacando el
terreno otra vez. En una de estas estiradas caí sobre esos tímidos brotes herbáceos
que se atrevían a nacer a pesar de las crujientes heladas rondeñas. Por alguna
razón, ese día nos dejaron medio minuto tendidos y yo miré hacia abajo mientras
recuperaba el aliento. Y allí, discretísima y elegante, colgaba una diminuta perlita
transparente de rocío en una ignorada brizna verde. Todavía me parece ver, casi cuarenta
años después, aquel minúsculo monumento a la pureza que me fue regalado por la
Naturaleza.
Cuando volví de permiso a Málaga le conté a mi querido y
añorado guía, el doctor José Collado, lo que me había ocurrido y él decidió que la hija que
esperaba su esposa se llamaría así: Rocío.
-S.P.
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2 comentarios:
me gusta este texto...
s.r.
Y a mí me hace muy, muy feliz que así sea.
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