MALDITOS MIL VECES

Mucho antes de amanecer el joven conejo en la densa oscuridad de su madriguera ya había percibido el tufo. Su instinto le avisaba que algo terrible estaba ocurriendo en alguna parte del tranquilo pinar. Asomó la cabeza y alcanzó a ver en el reseco cauce del arroyo que el viejo jabalí, un prodigio de fuerza y valentía, huía despavorido seguido de sus hembras y de atropelladas hordas de retoños de pelambre rayada. El humo cada vez más denso saturaba su percepción olfativa. 

Fuera del pequeño cubículo corrió junto a los otros animales; algunas crías habían perdido a sus madres, pero seguían corriendo enloquecidas sin saber muy bien hacia donde. Olas de calor intensísimo barrían el bosque y la heterogénea manada cambiaba de dirección sin la fiabilidad de sus olfatos y acuciados por el terror.

De repente el conejo ve en su carrera que todos dan media vuelta viniendo hacia donde él está, pues al fondo las llamas forman un muro rojizo amarillento que avanza inexorable empujado por el ciego dios del viento que lo alimenta. 

Una jabalí lo pisó en su aterrada huida dejándolo conmocionado el tiempo suficiente para perder de vista a los demás. El fortísimo aire, el humo, denso y letal, y su aturdimiento, lo llevaron a seguir hacia donde creyó que estaba la salvación, pero se encontró rodeado de altísimas lenguas de fuego y árboles, otrora hermosos y pacíficos refugio de aves, con sus copas ardiendo furiosamente. Corrió en otra dirección y allí estaba la muerte también. Rodeado del reseco crepitar y de olas ígneas sin control no encontró más refugio que adentrarse a ojos cerrados contra la pared de fuego que lo calcinó.

-S.P.

(Dedicado al inmenso esfuerzo que hago para tener compasión con los malnacidos que incendian el monte)

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