miércoles, 1 de febrero de 2012

FRAGMENTO



Tras un agitado viaje en los camiones militares al fin llegamos al campo de tiro. Yo había leído muy recientemente el "Werther" de Goethe y al mismo tiempo estaba en plena intoxicación de amor por una joven española nacida en las colonias africanas. Pero ella no me correspondía y esto me hacía identificarme plenamente con el personaje creado por el inmortal escritor alemán. Yo también quería morir por amor. Tenía veinticinco años y aunque el día era gris y frío me parecía tan bueno como cualquier otro para sacrificar mi vida por Marián.
El oficial al mando nos dispuso a los jefes de pelotón tras las barreras protectoras de hormigón en el campo de prácticas con granadas de mano. El plan era que el soldado trajese el pequeño artilugio explosivo todavía inofensivo hasta el punto de lanzamiento donde lo esperábamos para cebar la granada in situ y que pudiese estallar tras arrojarla y escondernos. Faltaba un suboficial para cubrir los cuatro puestos y yo propuse a Goyo, el Cabo de mi primera escuadra. Un ser tranquilo, pacífico, generoso, callado.

Y comenzó el ruidoso carrusel. Cuando el soldado arrojaba el artefacto yo permanecía en pie recibiendo en mi cara el soplo cálido de la onda expansiva. Confiaba en que una esquirla bien dirigida o un accidente me privaría de aquella vida que yo arrastraba a desgana y que no tenía ningún sentido porque ella no me amaba.

Las detonaciones se sucedían ante mí y yo permanecía enhiesto e impasible tras la barricada. Mi buen Cabo, al que ordené ponerse en aquel puesto, me vio e inmediatamente debió pensar: "Si él jefe lo hace, yo también" y dejó medio cuerpo fuera del parapeto. De golpe, una explosión de color gris a unos cinco metros a la izquierda y a la altura de mi cabeza. En el momento de mirar veo como Goyo cae hacia atrás mientras el soldado que estaba a su lado gritaba de terror. Acercándome a la carrera, me incliné hacia aquel nobilísimo subordinado pero sus ojos abiertos, de mirada fija y sin expresión, estaban como velados, sin brillo. Tomé uno de sus hombros para incorporarlo y una lengua de sangre espesa, muy roja y humeante salió de aquella espalda abierta por la explosión. Al soldado se le había escapado de entre las manos la bomba al arrojarla y el Cabo Gregorio tapó con su cuerpo el de su compañero en un formidable acto de valor.

A él lo enterraron con honores. A mí nadie me preguntó como estaba. Ahogué el dolor por aquella inútil muerte que me atribuí en un mar de alcohol. O al menos lo intenté porque aquí estoy, treinta años después, y el dolor sigue clavado en el mismo sitio de mi gangrenado corazón.



- Sam Polux / "Mi vida a borbotones"





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2 comentarios:

B. dijo...

Dice Sam Polux “…aquella inútil muerte que ME atribuí” Y no puedo evitar pensar que parece que ese pronombre reflexivo sea, precisamente, la esquirla del dolor.

Se me ocurren algunas preguntas después de leer este conmovedor texto:

Ese día, ¿podía alguno de los que allí se encontraba adivinar o intuir de alguna manera el tormento de Sam?, ¿su dolor, sus ganas de morir porque su amor, y él mismo, eran rechazados?

¿Quien puede saber lo que hay en la mente de una persona, los motivos, las razones, las fuerzas, conscientes o inconscientes, que pueden conducirla a hacer una cosa en vez de otra?

¿Qué habría ese día en la mente de Goyo? ¿podría él querer morir por alguna secreta razón? o ¿querría más bien enfrentar algún miedo o fantasma propio? ¿Fue su acción únicamente la consecuencia de un acto de imitación más propio de un niño que de un hombre?

Según el texto, esto último es lo que parece imaginar y creer el autor. Quizá sea un razonamiento ¿simple, sencillo, ingenuo? comparado con lo que puede suponer la inabarcable complejidad del alma humana.

No quisiera yo haber vivido nada tan traumático, tan fuerte. Es fácil hacer divagaciones como público lector, pero lo cierto es que la realidad nunca se sabrá, nunca habrá ninguna certeza de nada de lo que pasase por la mente de Goyo cuando, tal vez consciente o irresponsablemente, ÉL no se cubrió o protegió como debía.

La única certeza de ese día es la muerte accidental e inesperada de un muchacho y la dolorosa esquirla de un pronombre reflexivo que se clavó en un corazón.

Un cariñosísimo abrazo.

El jardinero dijo...

La disección del episodio está hecha con la precisión de un bisturí láser. Cortes perfectos para sondear hasta donde se extiende el dolor.
Posteriormente se aísla la zona tumorada, se implantan dudas razonables que descabalan los argumentos narcisistas para deconstruir una realidad y crear otra más acorde con lo insospechado pero no por ello menos posible.

En definitiva el comentario es un brillante análisis que redondea el post con suma elegancia.
Larga vida a sus maestros y maestras.

S.