lunes, 7 de junio de 2010

RECORTEMOS MÁS LAS PENSIONES


Atravesamos la puerta del pequeño piso en el centro histórico de la gran capital. Una pátina amarilla cubre la multitud de objetos de toda índole que se amontonan por todas partes sin demasiado orden. Estanterías cargadas de libros con los lomos amarillos del tiempo y el polvo comparten espacio con ceniceros de diversos tamaños con trazas, la mayoría, de haber sido usados y mal limpiados. Cajitas, soldaditos de plomo de diversos ejércitos del pasado, cochecitos y pequeños aviones biplanos de hojalata con los que jugaban los niños a mediados del siglo pasado. Regalos de Reyes Magos quizás, en frías mañanas de enero. Unos padres ilusionados los compraron, con más o menos esfuerzos, de los que ya no queda ni el recuerdo. Pulverizados, disueltos en sus nichos hace décadas, protagonistas de un tiempo donde todo era lo que parecía y que jamás volverá. Mazos de periódicos y revistas se apilan en un enigmático caos. El olor a grasa humana enfriada, adherida a paredes, tresillo, cortinas y al alma misma del pisito mal ventilado, se une al característico tufillo del papel viejo.
Los cristales de las ventanas tienen marcas de la lluvia contaminada por los humos de la ciudad perfectamente adheridas en el exterior. Dentro, huellas de dedos en las cercanías del picaporte de apertura y algunas señales grasientas de haber pegado la frente al cristal mirando la paredes del grisáceo y descuidado patio interior al que da toda la vivienda.
Desde el único dormitorio del pisito sale la vocecilla impostada y falsamente emocionada de un deportista hablando de la lucha de su equipo por el título que emite un transistor en un volumen atenuado. La lámpara de la mesilla de noche irradia una luz de pocos vatios algo lúgubre. Comparte espacio con cajitas de medicinas, gafas, cartoncillos y un vaso no muy limpio con agua que contiene la risa absurda de una dentadura postiza sumergida.

La persiana de la ventana de la alcoba está completamente echada y rota. El armario, atiborrado de cajas de cartón encima, tiene las puertas cerradas. Hay un baúl y sobre él una montaña de ropa no se sabe si limpia o sucia. Aquí huele a grasa agria y a humanidad, fría también.
En la cama, vuelto hacia el transistor como tantos cientos de noches, hay un anciano de ojos hundidos con los párpados cerrados y paz en el semblante. Las briznas de pelo blanco se reparten irregulares por su cabeza, la abandonada barba blanca de varios días rodea su cara como debió rodearla las manos de su madre cuando de pequeño veían acercarse los patos del estanque del parque a los que llevaban mondas de fruta.

Está muerto, pero él no lo sabe. Su vida gris se ha visto recompensada por el destino con el tránsito más dulce, el que comunica esta vida con el más allá por el pasillo del sueño.




-S.P.





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3 comentarios:

Betty dijo...

¡Uf! que montón de sensaciones, recuerdos, asociaciones…

Menos mal que al final del texto una muerte dulce viene a endulzar el final de la vida del hombre.

Cuánto me gustan estas disecciones tuyas de un retazo cualquiera de La Vida. Eres el mejor!

Besos.

El jardinero dijo...

Muchas gracias Bettina. Fue una urgencia, me levanté con la agitación de que algo quería salir. Es un retratillo a lápiz hecho en un par de horas por la mañana y unos retoques leves por la tarde.
Tengo que reconocer, con mi más sincero agradecimiento, que nada de esto sería posible sin el daño tremendo que me hacen con su desdén y su desinterés las mujeres que deseo.


Muchos besos para ti también.

Luna Roja dijo...

Querido jardinero! Precioso y triste relato, soledad y muerte unidos de nuevo.
Un abrazo