Hoy se cumplen tres
años que la noche entró en mi corazón. Y ahí sigue. Es la densa oscuridad que
dejó tras de sí aquella mujer escultural, experimentada y tóxica que lo habitó.
Hace poco me sorprendí
a mí mismo acariciando los pálidos rastros de las fogosas tormentas sexuales
que sazonaban nuestra relación. Rastros ya desvaídos, impresos y fríos en la
superficie de mi colchón, algo más que un testigo de aquellos asaltos
apasionados al altar profano del deseo. Reconozco la puerilidad del gesto, pero
sírvame de disculpa la búsqueda de cierto alivio, un anestésico para el
recuerdo aún doloroso de los momentos que propiciaron los ardorosos vertidos.
Todo quedó en la intención.
Era imposible mitigar el tormento latente de la añeja herida sentimental. Ásperamente,
como un alimento que se niega a ser digerido, la realidad me devolvió la
certeza de lo inútil de esta liturgia. Aquella imponente mujer era ya otro
recuerdo refugiado tras el vidrio infranqueable y borroso de mi memoria.
Ahora me veo en la
necesidad de elegir -como decía la poetisa herida- entre su recuerdo / y el
recuerdo del dolor que me causó.
Feliz cumpleaños
soledad.
S.P.
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