domingo, 9 de abril de 2017

MARCHA ATRÁS



   
    Envejecer es jodido. Perdón, he estado buscando un término menos malsonante, pero ninguno define con tal exactitud y contundencia la sensación de fin de fiesta que te invade al comprobar que la imagen que te devuelve el espejo y cómo te sientes piel adentro no coinciden en absoluto. No. Envejecer no es difícil, ni molesto, ni fastidiado, que también. Es jodido. Que jode lo suyo, vamos. Y eso que no estoy hablando de la enfermedad, del dolor, de las pérdidas, de la desilusión, del tedio, de los sueños rotos o de los que no pueden ser y además son imposibles, que son casi todos. Hablo, ni más pero ni menos, de la huella del tiempo y de la desazón que produce en quien la acusa. Nada nuevo bajo la bóveda celeste, vale. Es así desde Cleopatra y Marco Antonio. Lo inédito, hoy, es que, con el arsenal cosmético, quirúrgico y tecnológico para engañar al ojo, parece que envejecer es de pusilánimes, de pasados de moda, de pobretones. Y si representas tus años porque no te operas, o te pinchas, o te retocas, la culpa es tuya por cobarde, por tacaña, por antigua.
(…)

Pues, no sé, me da entre pena, asco y miedo este mundo sin arrugas, sin cicatrices, sin manchas. Sin sangre, sin sudor, sin lágrimas. Sin vida.


- Luz Sánchez Mellado / EL PAÍS







(En la imagen la pobre esposa del Trump)


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